Un fantasma en la máquina reaccionaria


La pregunta resuena como un desafío incómodo: ¿Por qué no hay, o parecen tan escasos, los verdaderos intelectuales fascistas? No hablamos de propagandistas hábiles, de teóricos de la conspiración con cierta erudición, o de académicos reaccionarios que flirtean con la estética del poder. Hablamos de la figura del intelectual en el sentido crítico, comprometido con la investigación desinteresada, la complejidad, la duda sistemática y la emancipación del pensamiento. La tesis es dura, pero sostenible: el proyecto intelectual genuino es inherentemente incompatible con el núcleo del fascismo. No es que los intelectuales sean "de izquierdas" por defecto, sino que el suelo sobre el que puede florecer el pensamiento crítico es sistemáticamente envenenado por la lógica fascista. He aquí por qué:

El intelectual opera en el reino de la pregunta, la ambigüedad, la investigación abierta. Su herramienta es la duda metódica. El fascismo, en cambio, se erige sobre certezas absolutas e incuestionables: la pureza de la sangre/nación, la traición del "otro", la infalibilidad del Líder, la narrativa épica del declive y la redención. ¿Qué espacio queda para el examen crítico cuando toda respuesta está pre-escrita en el mito racial o nacional? Un intelectual que abrace estas certezas dogmáticas deja de ser intelectual; se convierte en sacerdote de un culto secular, en repetidor de consignas. La investigación se sustituye por la confirmación del dogma. Como señalaba Adorno, el pensamiento fascista se basa en una "falsa conexión" (paranoia estructural) que rechaza la verificación empírica o la contradicción lógica.

El fascismo histórico y sus renuevos contemporáneos exudan desprecio por el "intelectualismo". Lo asocian con debilidad, corrupción, desconexión del "pueblo real" y traición a las esencias eternas. Mussolini glorificaba la acción sobre el pensamiento; los nazis quemaron libros con entusiasmo. El intelectual es, por definición, sospechoso: cuestiona, complica, desmonta las simplificaciones emocionales que el fascismo necesita para movilizar. Su lenguaje es la razón (aunque sea crítica y dialéctica); el del fascismo es el grito, el símbolo, la afirmación visceral. Un "intelectual fascista" es una contradicción performativa: su misma existencia como pensador socava el culto a la acción irreflexiva y al sentimiento puro que el movimiento exalta. Es el "traidor de clase" del reaccionarismo.

El pensamiento crítico prospera en el reconocimiento de la complejidad social, histórica y humana. Analiza intersecciones, contradicciones, procesos. El fascismo, por el contrario, es un proyecto de reducción brutal: la complejidad se aplana en binarios simplistas (Nosotros/Ellos, Fuertes/Débiles, Puros/Corruptos), la historia se mitifica en relatos lineales de victimización y gloria perdida, la sociedad se imagina como un cuerpo orgánico homogéneo donde la disensión es un cáncer. ¿Cómo puede un intelectual, cuya tarea es desentrañar complejidades, abrazar un sistema que las niega activa y violentamente? Abrazar el fascismo implica renunciar a la herramienta fundamental de la intelectualidad: la capacidad de ver matices y contradicciones. Es un suicidio epistemológico.

El intelectual trabaja, en última instancia, hacia la apertura: de posibilidades de pensamiento, de futuros alternativos, de entendimiento. El fascismo es un proyecto de cierre absoluto. Su utopía es un pasado mítico congelado, un futuro predeterminado por la victoria del grupo elegido y la erradicación del "enemigo". No hay espacio para lo "por venir" en sentido genuinamente nuevo o emancipatorio; solo hay un destino férreo que cumplir. Esta cancelación del futuro como horizonte de posibilidad es la antítesis del impulso intelectual, que siempre mira más allá de lo dado. Como diría Fisher, el fascismo es la forma más extrema de "realismo capitalista" en su rechazo a imaginar alternativas radicalmente diferentes, reduciendo la historia a un ciclo eterno de lucha racial/nacional. El intelectual fascista sería, entonces, un arquitecto de su propia jaula conceptual.

El intelectual, incluso cuando es crítico con movimientos emancipatorios, opera con cierta autonomía relativa, con lealtad última (idealmente) a la verdad descubierta, no a un poder concreto. El fascismo exige sumisión absoluta al Líder y al Movimiento. El pensamiento es valorado solo en la medida que sirve al aparato de poder, como herramienta de justificación o propaganda. Un "intelectual" dentro del fascismo no es un pensador libre, sino un funcionario ideológico. Su rol no es investigar o cuestionar, sino racionalizar lo irracional, vestir la violencia con ropajes pseudofilosóficos, y cerrar filas. Es la antítesis de la figura del intelectual como conciencia crítica independiente.

¿Excepciones? ¿Schmitt, Evola, Drieu la Rochelle? Sí, existen figuras con bagaje intelectual que abrazaron el fascismo o fueron abrazados por él. Pero examinémoslos: Carl Schmitt, el jurista brillante, redujo su pensamiento a la defensa del "decisionismo" soberano sin límites, justificando la tiranía. Julius Evola, con su erudición esotérica, construyó una mitología reaccionaria y racialista desconectada de cualquier análisis material serio. Fueron, en el mejor de los casos, tecnócratas de lo reaccionario o mitólogos oscurantistas, no intelectuales en el sentido crítico-emancipatorio. Su trabajo sirvió para bloquear el pensamiento, no para liberarlo. Como apunta Eco en su ensayo sobre el Ur-Fascismo, el pensamiento fascista siempre recurre al "pensamiento mágico", al rechazo de la modernidad crítica, a la obsesión por la trama y al desprecio por la cultura abierta.

No es que los intelectuales "sean de izquierdas". Es que el proceso mismo del pensamiento crítico, riguroso, autónomo y abierto – el núcleo de la labor intelectual – choca frontalmente con los cimientos del proyecto fascista. El fascismo necesita soldados, creyentes, propagandistas y verdugos, no pensadores libres. Un "intelectual fascista" no es la culminación de una tradición, sino un oxímoron viviente, una figura que, al abrazar el núcleo del fascismo, debe necesariamente abandonar o pervertir las herramientas que lo definen como intelectual. Su existencia espectral es el síntoma de una contradicción insalvable: la luz del pensamiento crítico no puede iluminar el agujero negro de la reacción totalitaria sin ser absorbida y aniquilada. El verdadero peligro no es el intelectual fascista (un fantasma), sino la capacidad del fascismo para sofocar el espacio mismo donde el pensamiento crítico – siempre, en última instancia, orientado hacia formas de emancipación – puede respirar.

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