¿Podremos pensar (y sobrevivir) ante el fin de la historia?
Vivimos en un presente suspendido. El siglo XXI parece no avanzar: repite los gestos, las crisis y las promesas del anterior. La historia, según Francis Fukuyama, habría terminado en los noventa con la victoria del liberalismo; pero lo que realmente concluyó fue la posibilidad de imaginar algo distinto. Desde entonces, el mundo funciona como una máquina de reproducción infinita: de imágenes, de deudas, de trabajo precario, de catástrofes climáticas. Todo se acelera y, sin embargo, nada cambia.
En esta parálisis dinámica, pensar se ha vuelto un acto de resistencia. El pensamiento crítico se enfrenta al mismo obstáculo que intenta describir. Cada intento de ruptura es absorbido, reciclado, estetizado. Las redes, los algoritmos, la cultura del rendimiento y la autoexplotación convierten la crítica en mercancía. Incluso la desesperación se monetiza.
Pero el problema no es solo político o económico: es ontológico. Hemos internalizado el fin de la historia. Habitamos una temporalidad en la que el futuro se ha cerrado y el pasado se reescribe en bucle. Las narrativas colectivas que alguna vez sirvieron de brújula —progreso, emancipación, revolución— han sido reemplazadas por la ansiedad, el presentismo y la autogestión emocional. La filosofía, la ciencia, la espiritualidad… todas parecen enfrentarse a la misma pregunta: ¿cómo pensar cuando ya no hay horizonte?
Y sin embargo, pensar sigue siendo vital. No porque nos ofrezca salvación, sino porque pensar es sobrevivir de otra manera. Es aprender a respirar dentro del colapso. Quizás no se trate de imaginar una “nueva historia”, sino de desenterrar el tiempo enterrado en este presente congelado. Pensar como quien cava en la ruina, buscando un hilo de sentido entre las grietas del sistema.
La supervivencia no vendrá de la técnica ni de la promesa de la inteligencia artificial o de Marte. Vendrá de un gesto más humilde y radical: mantener encendida la capacidad de imaginar, aunque sea en los márgenes. Pensar no como privilegio académico, sino como práctica cotidiana de insubordinación frente a la clausura del mundo.
El fin de la historia no es una sentencia, sino una trampa. Mientras creamos que todo está decidido, el poder seguirá funcionando sin resistencia. Pero si logramos pensar —y sentir— fuera del bucle, si volvemos a imaginar una vida común, un planeta vivible, una política del cuidado y del exceso compartido, entonces quizá aún haya historia por escribir.
Pensar, hoy, es el modo más profundo de seguir vivos.

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