La izquierda y la necesidad de reconstruir el deseo

Si hubo una pregunta que nunca deja de perseguirme —una sombra que ronda mis pensamientos, sobre todo en, llamémoslo, temporadas post-electorales— fue esta: ¿Por qué la izquierda dejó de ser deseable?

No hablo aquí de eficacia electoral ni de encuestas. Hablo de deseo, en el sentido libidinal-político en el que se expresa un anhelo compartido de transformación, una excitación colectiva capaz de abrir grietas en lo cotidiano. La derecha, con su maquinaria afectiva perfectamente engrasada, logró imponerse no porque convenciera racionalmente, sino porque supo capturar el deseo, moldearlo y ponerlo a su servicio.

La izquierda, en cambio, quedó atrapada en un discurso moralizante, exhausto y defensivo. Lo que una vez fue horizonte y posibilidad terminó reducido a un repertorio de prohibiciones, advertencias y gestos éticos.

Añoranza sin proyecto, crítica sin deseo

Desde los años 90, y de forma aún más intensa en los 2000 y 2010, la izquierda se conformó con la denuncia. Fueron décadas de crítica lúcida pero políticamente impotente. Sabíamos exactamente lo que no queríamos —precariedad, desigualdad, privatización— pero fuimos incapaces de formular qué queríamos más allá de un retorno imposible a un pasado que tampoco fue tan brillante como pretendemos recordar.

El neoliberalismo ganó porque ofreció algo que la izquierda ya no ofrecía: un relato del deseo. Deseo individualizado, sí. Deseo mercantilizado, por supuesto. Pero deseo al fin y al cabo.

Mientras tanto, la izquierda se convirtió en una especie de pedagogía moral permanente, obsesionada con señalar fallos, errores, injusticias… sin proponer imaginarios capaces de generar entusiasmo.

El problema no es que la izquierda critique —eso es indispensable—, sino que se ha vuelto incapaz de producir sueños.

Reconstruir lo colectivo: instituciones de esperanza

Si queremos que la izquierda vuelva a ser deseable, hay que empezar por reconstruir lo colectivo. Esto no significa simplemente defender “lo público”, aunque eso sea vital. Significa volver a generar formas de vida compartida, redes afectivas, espacios donde la gente pueda experimentar que la comunidad no es una carga sino una posibilidad.

No basta con movilizar ocasionalmente a miles de personas; hay que crear instituciones de esperanza, estructuras duraderas que mantengan vivo el deseo político incluso en los momentos de derrota.

La derecha se ha vuelto hábil en esto: ofrece identidades, pertenencias, rituales. ¿Qué ofrece la izquierda? Recogidas de firmas, asambleas eternas y explicaciones de por qué todo es más complicado de lo que parece.

La capacidad organizativa no puede estar divorciada de la afectividad. Necesitamos instituciones que produzcan deseo, que generen un sentimiento palpable de futuro compartido. Necesitamos volver a hacer que lo colectivo sea emocionante.

Politizar el placer: contra la moralización del futuro

El gran error de la izquierda en las últimas décadas ha sido dejar que la derecha monopolizara el placer. La izquierda quedó atrapada en un marco moralizante que, en la práctica, convierte la política en una experiencia de culpa, responsabilidad y sacrificio.

Pero las personas no desean sacrificarse; desean vivir mejor. No basta con denunciar los daños del capitalismo; hay que articular formas de vida alternativas que resulten más deseables que la promesa neoliberal.

Esto implica politizar el placer, entender que la lucha por romper el realismo capitalista no será eficaz si no incorpora alegrías compartidas, espacios de fiesta, vínculos afectivos, erotismos liberadores, imaginarios vibrantes.

Una política sin placer solo puede producir subjetividades agotadas.

Inventar futuros capaces de competir con la imaginación capitalista

El capitalismo ha demostrado una capacidad extraordinaria para absorber críticas, reciclar símbolos y devorar incluso sus propias crisis. No es tanto que produzca futuro, sino que monopoliza la imaginación de lo posible.

La tarea hoy es inventar futuros capaces de competir con esa imaginación colonizada. No basta con denunciar la distopía neoliberal; hay que proponer alternativas que resulten igualmente intensas, emocionalmente potentes, capaces de capturar deseos que hoy se canalizan hacia el consumo o hacia la reacción política.

Esto no significa elaborar utopías como ejercicios abstractos, sino cultivar protoprácticas: formas laborales no jerárquicas, espacios urbanos compartidos, redes de apoyo mutuo, estéticas comunitarias, rituales no mercantilizados, y tecnologías orientadas a lo común.

Los futuros nacen en lo cotidiano, no en los manifiestos. Y la única manera de erosionar el realismo capitalista es ofrecer experiencias concretas que lo contradigan.

El retorno del deseo como fuerza política

Si queremos recuperar el deseo, debemos estar preparados para abandonar ciertos hábitos intelectuales arraigados: el cinismo, la ironía permanente, la fascinación por el apocalipsis, la ansiedad infinita del análisis crítico. La crítica es indispensable, pero sin deseo no puede producir movimiento.

Una izquierda deseable es aquella que hace tangible la posibilidad. Que devuelve a las personas la sensación de que pueden influir en sus propias vidas. Que no se limita a gestionar daños, sino que ofrece horizontes. Que transforma la angustia en organización y el aislamiento en comunidad.

La reconstrucción del deseo no es una tarea estética ni psicológica: es la condición misma para que la política vuelva a existir.

Porque lo que está en juego no es si la izquierda puede ganar elecciones, sino si puede volver a generar futuros en los que merezca la pena vivir.



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