Salud mental como campo de batalla político

Si algo se ha vuelto insoportable en la última década —más insoportable incluso que la precariedad, la soledad o la descomposición de la vida pública— es el modo en que se nos exige responsabilidad individual por aquello que es, de forma evidente, un sufrimiento producido socialmente.

La salud mental no es hoy un asunto privado sino un campo de batalla político, un territorio donde se libran disputas cruciales sobre cómo se define el daño, de dónde procede y quién debe responsabilizarse de él. Y, sin embargo, el discurso dominante sigue siendo el mismo: debes gestionarte mejor, debes ser más resiliente, debes aprender a respirar profundamente y aceptar lo que no puedes cambiar.

Es decir: la ideología neoliberal te pide que te adaptes afectivamente a las condiciones que ella misma produce.

La medicalización del sufrimiento social

En Ghosts of My Life Mark Fisher señaló cómo la depresión se había convertido en el afecto dominante de nuestro tiempo. No porque las personas sean ahora intrínsecamente más frágiles, sino porque las condiciones materiales del capitalismo tardío —la precarización, la privatización del tiempo, la disolución de lo común— generan un paisaje emocional caracterizado por la impotencia, el agotamiento y la pérdida de horizonte. Poco tiempo después él mismo sucumbió ante éste mismo problema.

Pero lo que observamos hoy es un paso más: la medicalización absoluta de aquello que, en su origen, es una consecuencia social.

Si no puedes pagar el alquiler, si trabajas en un empleo que te devora el alma, si la soledad te destruye lentamente, si el futuro se ha vuelto una abstracción vacía: el problema —nos dice el discurso psiquiátrico dominante— está en tus neurotransmisores.

No en tu salario.
No en tu barrio.
No en tu jornada laboral.
No en la precariedad estructural.
No en la mercantilización de cada minuto de vigilia.

La biología funciona como una coartada ideológica: reduce el sufrimiento al cuerpo individual para que el cuerpo social quede exonerado. De este modo, la depresión deja de ser una señal de alarma sobre un sistema enfermo para convertirse en una patología del sujeto, una etiqueta clínica que refuerza el aislamiento y neutraliza la protesta.

La mercantilización del mindfulness: anestesia disfrazada de espiritualidad

A partir de la década de 2010, el mindfulness se convirtió en el antídoto universal para todos los males contemporáneos. Pero lo que hoy se nos presenta como una práctica espiritual despolitizada es en realidad una tecnología de gobierno afectivo.

No se trata de un camino hacia el despertar —como pretenden sus defensores—, sino de un dispositivo para mantener el sistema en funcionamiento al garantizar que los individuos se mantengan emocionalmente compatibles con él.

El mindfulness corporativo es la culminación del realismo capitalista:

  • no cuestiona las causas del estrés,

  • no critica las condiciones laborales,

  • no exige cambios estructurales,

  • solo promete ayudarte a tolerar lo intolerable.

Y te enseña a respirar mientras te explotan.

Con esto no quiero decir que la meditación sea intrínsecamente reaccionaria. Yo mismo también medito y tengo una rutina espiritual establecida. Lo que critico es su recodificación neoliberal, su conversión en mercancía terapéutica, su despliegue como herramienta para disciplinar afectos. La espiritualidad instrumentalizada deja de ser un camino hacia la liberación y se convierte en una forma de anestesia.

La depresión como forma de vida bajo el neoliberalismo

La depresión en 2012 ya se había vuelto el clima atmosférico del capitalismo tardío. Pero en 2025 podemos decir algo todavía más inquietante: la depresión no es solo un estado afectivo, sino una forma de vida producida y gestionada por las lógicas del neoliberalismo. No se trata ya de episodios individuales, sino de una estructura emocional colectiva:

  • la sensación de no estar nunca a la altura,

  • la interiorización de la culpa,

  • el agotamiento permanente,

  • la pérdida de expectativas,

  • la imposibilidad de imaginar alternativas.

El neoliberalismo manufactura sujetos depresivos porque necesita individuos aislados, desgastados, demasiado cansados para desafiar la lógica del rendimiento. La depresión es funcional al capital: es el precio afectivo de la competencia perpetua.

Por eso —y esta es la paradoja silenciosa que nadie quiere nombrar— el capitalismo prefiere que estés deprimido a que estés enfadado. La ira puede ser colectiva; la depresión es administrable.

El bienestar como proyecto individual: la gran mentira terapéutica

La ideología dominante hoy es la de la autoayuda, versión psicopolítica de la meritocracia. Nos instruye en la idea de que el bienestar es un proyecto individual, una especie de currículum emocional que debemos pulir como parte de nuestra identidad emprendedora.

Se nos dice:

  • trabaja en ti mismo,

  • mejora tu actitud,

  • controla tus pensamientos,

  • sé resiliente,

  • sé flexible,

  • sé positivo,

  • sé productivo incluso en tu descanso.

Todo ello encubre un teorema político muy simple: si tu malestar es culpa tuya, entonces el sistema se lava las manos.

La psicología neoliberal convierte las condiciones materiales en factores secundarios dentro de una narrativa individualista que glorifica la autogestión emocional.

Tu tristeza no se explica por la soledad estructural, sino porque “no agradeces lo suficiente”. Tu ansiedad no se debe a la precariedad, sino a “cómo interpretas los eventos externos”. Tu fatiga no nace de la explotación, sino de “tu falta de disciplina mental”.

Este desplazamiento sistemático de la causalidad es una operación ideológica: hace que las víctimas se conviertan en sus propios verdugos.

Recuperar el carácter político del sufrimiento

Frente a este panorama, lo urgente es politizar la salud mental, entender que el malestar no es una falla individual sino una respuesta racional a un entorno irracional.

La crítica no consiste en rechazar la psicoterapia o la medicación —ambas pueden ser herramientas valiosas—, sino en recuperar su dimensión política.

Necesitamos una teoría afectiva que permita:

  • nombrar las causas estructurales del sufrimiento,

  • reconstruir formas colectivas de apoyo,

  • desprivatizar la angustia,

  • despatologizar la protesta emocional,

  • reactivar la imaginación política,

  • desmontar la moralización del bienestar.

Necesitamos volver a entender la depresión como una señal, no como una falla. No se trata de convertir el malestar en símbolo, sino de reconocerlo como una experiencia compartida que revela algo esencial sobre nuestro tiempo.

Una política de lo común afectivo

Una política de la salud mental debería empezar por reabrir espacios de comunidad que no estén mediados por el mercado. Espacios de cuidado mutuo donde el apoyo no sea una transacción ni una mercancía. Espacios donde la vulnerabilidad sea una forma de resistencia y no un estigma.

Reconstruir lo común afectivo es la tarea pendiente. No solo para aliviar el sufrimiento, sino para transformar su significado.

La salida no está en el bienestar como proyecto privado, sino en la solidaridad como práctica colectiva. No en la resiliencia, sino en la reorganización de la vida. No en la adaptación, sino en la oposición. No en la aceptación, sino en la posibilidad.

Una política del futuro tendrá que empezar por aquí: por devolver la salud mental al terreno donde siempre debió estar, el terreno de lo común, lo estructural y lo político.

Y quizá entonces la depresión —en lugar de ser el clima emocional del presente— pueda convertirse en un indicador del colapso de un mundo insostenible. Y, con ello, en la oportunidad de imaginar otro.



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