Un nuevo proyecto hauntológico: ¿cómo salir de la repetición?

Lo que realmente me inquieta del presente no es la crisis permanente en la que vivimos, sino la forma en que nos hemos acostumbrado a ella, la manera en que hemos aceptado —sin protesta, sin sobresalto, sin siquiera extrañeza— que la repetición es ahora nuestra ontología. No se trata simplemente de un agotamiento cultural: es una clausura afectiva más profunda, una forma de anestesia histórica. Hemos llegado a convencer-nos de que no solo no habrá futuro, sino de que no puede haberlo.

Cuando empecé a leer a Simon Reynolds y a Mark Fisher, allá por 2017, lo que me preocupaba era cómo la cultura occidental había quedado atrapada en un circuito infinito de reciclaje estético, de homenajes, remakes y retromanía. Pero lo que entonces parecía un síntoma se ha convertido hoy en un régimen de control temporal. El “realismo capitalista” ha mutado; ya no se limita a organizar la economía de los deseos, sino que administra directamente los ritmos del tiempo cultural y político.

Hoy, en 2025, la pregunta es otra, mucho más urgente:

¿Cómo escapar de un sistema que ha logrado colonizar incluso nuestra imaginación de lo posible?

La repetición como forma de vida

Hemos confundido la repetición con seguridad. Las plataformas digitales han naturalizado la idea de que lo que queremos es lo que ya conocemos. La interfaz, con su amable insistencia en “recomendarte lo que te gusta”, ha reemplazado cualquier tensión dialéctica por un confort anestésico: la ilusión de que elegir es suficiente.

Pero la repetición no es neutral. Es una técnica de mantenimiento afectivo. La cultura de plataformas funciona como una fábrica de déjà-vus: nos suministra versiones ligeramente modificadas de lo mismo, asegurándose de que nunca tengamos que enfrentarnos a lo radicalmente diferente. Así, la repetición deviene un dispositivo político.

En los medios, las elecciones se narran como episodios de una serie interminable, cada uno prometiendo cambios que nunca llegan. La indignación se vuelve cíclica, ritualizada: cada semana una nueva controversia, seguida por olvido, seguida por la próxima ola. El cinismo no surge como un gesto crítico, sino como la única postura afectiva compatible con este circuito sin fin.

Todo esto crea la sensación de estar atrapados en una temporalidad suspensiva, una especie de purgatorio neoliberal donde nada cambia realmente, pero todo se actualiza constantemente.

Si el siglo XX estuvo obsesionado con el progreso, el XXI está obsesionado con mantener los bucles funcionando.

La hauntología vaciada de sentido

La ironía es que, mientras todo esto sucede, la hauntología ha sido absorbida por el propio régimen de repetición que trataba de criticar. Ahora es una estética: un filtro visual, un sonido difuso, un gesto decorativo. Se ha transformado en mercancía: vinilos “retro-futuristas”, portadas que imitan VHS, ambientaciones vaporosas para vídeos motivacionales que enseñan a “manifestar tus sueños”.

Pero la hauntología nunca fue un estilo. Fue una forma de teoria crítica: una manera de detectar cómo los futuros bloqueados seguían insistiendo como ausencias insistentes en el presente. Una forma de duelo, sí, pero también de militancia.

Lo que veo ahora es una hauntología convertida en museo: un espacio seguro donde uno puede pasear entre espectros sin que ninguno lo perturbe. Nada de esa hauntología decorativa amenaza el orden establecido; más bien lo reafirma. La nostalgia ya no es una fuerza disruptiva; es una mercancía como cualquier otra, cuyo propósito es suavizar la ausencia de futuro, no exponerla.

Por eso necesitamos otra cosa. Necesitamos rearmar la hauntología, devolverle su filo, su incomodidad.

Los espectros que aún no existen

El problema es que los fantasmas de los que hablaba —los restos de los futuros perdidos— ya no bastan para pensar nuestra situación actual. Hoy necesitamos tratar con otro tipo de espectros: futuros que aún no han emergido, pero que insisten en el presente como una especie de murmullo subterráneo.

Los llamo proto-fantasmas.

Son señales débiles, disonantes, difíciles de detectar. No pertenecen a ningún archivo, ni evocan pasados que puedan ser recuperados. Son espectros orientados hacia adelante, que nos interrogan no sobre lo que fue, sino sobre lo que podría ser.

Aparecen en fenómenos culturales que no terminan de consolidarse: micro-géneros musicales que nacen y desaparecen en semanas; formas emergentes de acción política que fracasan antes de adquirir forma estable; prácticas estéticas que se fragmentan antes siquiera de llegar a articular una identidad.

Estos proto-fantasmas revelan que el presente no está tan cerrado como creemos. Que incluso en medio de la repetición se abren grietas por donde se cuelan posibilidades —mínimas, precarias, pero reales— de diferencia.

La necesidad de una imaginación disidente

Lo que necesitamos ahora no es una nostalgia bien empaquetada, sino una capacidad de imaginar futuros que contradigan lo que el realismo capitalista considera posible. Esto implica rehacer la imaginación política, pero también la afectiva.

La salida de la repetición no sucederá adoptando un nuevo estilo cultural ni inventando un nuevo género, porque el capitalismo absorbería ambos en cuestión de semanas. La salida consiste en reconfigurar nuestra relación con el tiempo.

Es decir: volver a sentir el futuro.

Volver a experimentar la diferencia como algo vital y no como amenaza. Volver a creer que la vida podría organizarse de formas no dictadas por la lógica de eficiencia, productividad y rendimiento que rige cada minuto de nuestras rutinas conectadas.

El proyecto hauntológico actualizado debería apuntar precisamente a esto: a revincularnos con la dimensión de lo posible. No a través de una melancolía paralizante, sino de una especie de apertura ontológica: la disposición a escuchar lo que aún no ha sido.

¿Cómo empezar?

La pregunta más difícil sigue siendo la más simple: ¿cómo se inicia una ruptura temporal cuando todo ha sido diseñado para mantenernos en bucles?

Mi respuesta —precaria, tentativa, pero sincera— es la siguiente:

Hay que aprender a crear interrupciones.

Pequeñas rupturas en la cadena de repetición. Disonancias. Desvíos. Momentos en los que lo que hacemos, pensamos o deseamos deja de alinearse con lo que se nos ofrece como normal.

Eso implica prácticas micropolíticas:

  • abandonar el marco de la productividad como medida de valor;

  • recuperar espacios de ocio no administrado;

  • favorecer la lentitud y la atención profunda;

  • rescatar formas de comunidad que no dependan de plataformas;

  • cultivar sensibilidades estéticas que no se alineen con la nostalgia mercantilizada.

Este tipo de prácticas no son, por sí solas, revolucionarias. Pero abren huecos. Y en esos huecos es donde los proto-fantasmas pueden comenzar a hablar.

Hauntología del porvenir

Lo que propongo, en última instancia, es una transformación del proyecto hauntológico: pasar de un análisis del archivo cultural hacia una ontología especulativa del tiempo. Una hauntología del porvenir.

El objetivo no sería ya identificar fantasmas del pasado, sino cultivar espectros del futuro. Fomentar las condiciones bajo las cuales los futuros no autorizados pueden empezar a ejercer presión sobre el presente.

Una hauntología del porvenir sería un trabajo de escucha. Una vigilancia cuidadosa de lo que aún no tiene nombre. Una sensibilidad para detectar aquello que emerge de forma torpe e imperfecta.

Y sobre todo, sería un proyecto político: combatir la tiranía afectiva de la repetición y reabrir el campo de lo posible.

Lo espectral no es solo un resto: es también una promesa.

Si queremos salir de la repetición, debemos aprender a habitar esa promesa.

Y ese gesto —modesto pero radical— podría ser el verdadero comienzo del fin del realismo capitalista.

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