Realismo Cansado: La fatiga existencial y el aplanamiento del tiempo en el neoliberalismo tardío

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La fatiga que define nuestra época no es meramente física. Es una fatiga ontológica, un agotamiento del ser, una pesadez que impregna la atmósfera misma de lo social. Es el síntoma cardinal de lo que podríamos llamar "Realismo Cansado": la aceptación resignada, no de que no haya alternativa al capitalismo (el viejo Realismo Capitalista), sino de que incluso imaginar alternativas requiere una energía psíquica que parece haber sido sistemáticamente drenada. Esta fatiga no es un fracaso individual; es el producto lógico de la colonización neoliberal de la temporalidad y la consiguiente crisis de la imaginación colectiva.

El neoliberalismo, en su fase tardía, ha logrado una hazaña perversa: el aplanamiento del tiempo. El futuro, ese espacio de proyección utópica y de devenir radical, ha sido cancelado. No en el sentido apocalíptico (aunque esas sombras también planean), sino en el sentido de su reducción a una extensión calculable del presente. El futuro ya no es un territorio de deseo colectivo por conquistar; es un paisaje de riesgo a gestionar (pensiones, hipotecas, cambio climático como factura contable), de benchmarks a alcanzar, de deuda perpetua a servir. Es "tiempo prestado", en la aguda formulación de Franco "Bifo" Berardi, pero sin la promesa de redención. El pasado, a su vez, es devorado por la máquina del retro-modenismo: reciclado como nostalgia de marca, como estética desprovista de historia, como serie infinita de reboots y remakes que confirman nuestra incapacidad para generar verdaderos nuevos comienzos. Lo que queda es un presente perpetuo, un "ahora" dilatado y opresivo que se experimenta no como fluir, sino como una serie de "deadlines" interminables y micro-obligaciones dispersas (el email pendiente, la actualización de perfil, la suscripción a vencer). Este tiempo plano, sin relieve ni dirección, es el caldo de cultivo perfecto para la fatiga existencial: no hay narrativa que dé sentido al esfuerzo, solo gestión perpetua de la supervivencia precaria.

Esta distorsión temporal es inseparable de la crisis de la imaginación colectiva. ¿Cómo puede florecer lo nuevo cuando el futuro está hipotecado y el pasado es un catálogo de IP explotable? La imaginación, lejos de ser un lujo, es la facultad esencial para pensar fuera de la jaula del presente. Sin embargo, el neoliberalismo ha mercantilizado y privatizado la imaginación. La cultura, antaño espacio de experimentación y crítica social, es ahora predominantemente una máquina de generar contenidos dentro de parámetros estrictamente definidos por el algoritmo y el ROI. Lo "imaginable" se reduce a lo que es calculable, vendible, compatible con la plataforma. La rebelión misma se convierte en un gesto estilizado, pre-empaquetado para el consumo (¿qué tan radical puede ser una estética cuando es inmediatamente convertida en merch?). El resultado es una parálisis imaginativa: no es que no podamos desejar un mundo radicalmente diferente; es que nos cuesta incluso visualizarlo con la nitidez concreta que tuvo, digamos, el socialismo para generaciones pasadas. Como señaló Fredric Jameson (otro cartógrafo de nuestro malestar), "es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo". Esta frase tan usada entre los pensadores de izquierdas ya no suena a advertencia; suena a diagnóstico confirmado.

La fatiga existencial es, entonces, el afecto natural de esta parálisis. Es el cansancio de correr en la rueda del rendimiento ("be productive!") sin llegar a ninguna parte significativa. Es la depresión de lo plano: sin la tensión dialéctica entre pasado y futuro, sin la fricción de lo verdaderamente Nuevo, la experiencia se vuelve monótona, desvitalizada. Es el agotamiento de estar siempre "on", pero nunca realmente vivo en un sentido político y existencial pleno. Las redes sociales, lejos de ser la ágora digital prometida, amplifican este agotamiento: son la caja de resonancia del tiempo plano, donde la novedad es superficial (el último meme, el último escándalo efímero) y la profundidad es sustituida por el scroll infinito, un gesto físico que mimetiza nuestra impotencia temporal. La atención se fragmenta, no por capricho, sino porque es la única forma de habitar un presente sin relieve.

Esta fatiga no es pasiva, sin embargo. Es un síntoma de resistencia somatizada. El cuerpo, la psique, se niegan a adaptarse plenamente a esta realidad mutilada. El aburrimiento profundo, la melancolía difusa, la ansiedad sin objeto claro, son señales de alarma del inconsciente colectivo, gritos mudos contra el empobrecimiento de la experiencia. Recuperar la imaginación – no como entretenimiento, sino como capacidad de proyectar futuros colectivos deseables y viables – se convierte en la tarea política urgente. Requiere romper el hechizo del presente perpetuo, rescatar el futuro de los gestores de riesgo y el pasado de los curadores de nostalgia. Implica, como Fisher insistía, restaurar lo "extraño" (unheimlich) – esas sensaciones que perturban la realidad consensuada y señalan la posibilidad de otro orden de cosas.

La batalla contra la fatiga existencial neoliberal no es solo por mejores condiciones materiales (aunque son fundamentales); es una batalla por reabrir el tiempo. Por rescatar la imaginación de su cautiverio en el realismo cansado. Por recordar que el futuro, antes de ser una hoja de cálculo, fue un territorio de deseo colectivo. Y que el cansancio que nos aplasta podría ser, paradójicamente, el primer síntoma de un despertar.



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