Paseos Imaginados (parte 1ª) - SUGAMO (Tokyo)

Rememoro en estos días de cuarentena los lugares comunes que transitamos en Tokyo, mi hermana y yo, en junio del 2018. Desde mi mesa, comparo fotos del viaje con esa guía virtual que es Google Maps, reflejo cambiante y vivo del planeta, con sus ciudades cambiantes y sus personajes novelescos con la cara borrosa por las leyes de protección de datos.

Comienzo por la estación de metro de Sugamo, la que fue nuestra base general de operaciones durante dos semanas, en plena línea Yamanote. Tras unos cuantos clics de ratón paseo por la entrada principal, donde comenzábamos temprano las mañanas a recorrer arriba y abajo la ciudad. Sigue como siempre, con su carril bici junto a la calle peatonal. No sé que hora es, pero parece medio día. Miro el reloj, si, medio día, como ahora en Madrid, y estamos en mayo, un mes antes de que viéramos por primera vez ésa estación. Recuerdo que por las mañanas se apostaban frente a la entrada un grupo de personajes, integrantes de una secta, entonando cantos y recitando oraciones. Ahora parece que está poco transitada. La tranquilidad de los barrios poco turísticos de Tokyo. Sugamo es el barrio de la tercera edad, pero más adelante iré profundizando en ésta característica.


Hace calor, siento el calor tokiota en mi frente, mientras bebo un trago de té verde de una máquina expendedora, posiblemente del hall de la estación, giro a la derecha, calle Nakasendo. Me paro un segundo delante de la koban, la caseta de policía, tan característica de todas las calles y zonas de Japón, donde un par de agentes hacen siempre guardia y ayudan a los turistas a encontrar calles y locales. La policía japonesa es un ejemplo vivo de cómo reinventarse cuando no existe apenas el crimen, y la hospitalidad, el famoso omotenashi, es el principio que impregna a toda su sociedad.

Sigo caminando por esas baldosas claras, y en la esquina reconozco el primer combini que visité en Tokyo, un Seven Eleven enano. Recuerdo que los primeros días que estuve ahí tuve que gastarme 500 yenes en un paraguas transparente, que ya me acompañó durante todo el viaje, y que tontamente perdí en el tren del aeropuerto el último día. Ojalá lo hubiese conservado como recuerdo de tantas experiencias.

Curiosamente, por delante de la tienda pasa una persona con paraguas, a pesar del sol y del buen tiempo. Otro recordatorio más de aquel recuerdo que perdí.


En aquel Seven Eleven también compré todas las mañanas café, cigarrillos, alguna revista Big Comic Spirits de manga, y algunos onigiris, bolas de arroz rellenas, para llevar en la mochila a lo largo de la mañana en nuestro vagabundear por la ciudad. Entro, compro un paquete de Lucky Strike, 300 yenes, una lata de Strong Zero sabor a melocotón, y continuo bajando la calle.

Bajo ése tejado tan característico, repleto de placas solares que proporcionaban luz a la calle por las noches, me encuentro con el café donde desayunamos varios días, y donde pedíamos unas tostadas con mantequilla con el grosor de tres dedos junto con sendos cafés capuchinos. A los japoneses les chifla el café artesano, y las cafeterías de éste tipo están por todas las ciudades y pueblos de las islas, eso sí, a un precio algo elevado. Pero los desayunos en ésta concretamente, merecía la pena, después de siete horas de dormir y con las legañas aun pegadas. 7:30 am.

Seguimos adelante y reconozco un callejón lateral, un callejón que por las noches, cuando volvíamos con las piernas molidas y con ganas de tirarnos en la cama con algún programa bizarro de la NHK puesto en la tele, siempre nos llamaba la atención, por la cantidad de bares y tabernas izakaya que tenía, con ese ambiente de cervezas y tapas japonesas típico.


Una noche recuerdo haberme parado en ésa esquina a fumarme un cigarro un poco de tapadillo, porque en la calle principal, Nakasendo, estaba prohibido fumar. En la oscuridad de la calle, con mi hermana esperando nerviosa, las luces resplandecientes de los bares y algún que otro chaval que salía a repartir en moto la cena de algún vecino, deposité brillante, resplandeciente, una bandeja de plástico transparente con unas cuantas piezas de sushi de primera calidad, comprado aquella mañana en los puestos del mercado de Sukiji, sobre unas bolsas de basura. Hoy día se puede ver en el mismo sitio sendas bolsas de basura, como si el tiempo no hubiera pasado. Pero la bandeja de sushi no está sobre ellas. Una chica anónima con mascarilla me mira con recelo, anticipando la tragedia del sushi de primera calidad tirado a la basura porque no queríamos mas y estábamos llenos, y la tragedia actual de la pandemia que nos mantiene en casa, tanto en España como en Japón.

Más adelante paso por delante de nuestro hotel, nuestro pequeño hogar, pequeño pero perfecto, nuestro refugio en las noches de cansancio y sirenas de ambulancias a través de las ventanas. Recuerdo una noche en el callejón del lateral, fumando de forma furtiva en la oscuridad, mientras mi hermana esperaba en la esquina nerviosa, aunque sigo casi seguro de que en aquella bocacalle si se puede fumar, en las calles pequeñas y poco transitadas siempre se puede fumar, de hecho siempre hay mapas del barrio puestos en carteles metálicos donde indican en amarillo qué calles está prohibido fumar y cuales no.


Cruzando un viejo puente de metal que ahora no existe, sustituido por un paso de cebra, una noche investigamos y paseamos por la calle comercial Sugamo Jizodori, a la que llaman el Harajuku de la tercera edad, porque casi todas sus tiendas son de ropa y artículos de salud enfocados en los mayores. Miro hacia la izquierda y veo el templo Shinshoji, con aquella estatua de un bodhisattva de piedra que en la oscuridad de la noche me miraba, y a la que saqué fotos oscuras, un templo de casi 1200 años de antigüedad, y justo a la derecha, avanzando por la calle, también el templo Togenuki Jijo, donde escuchamos nuestros pasos en mitad de la noche. Contrasta ver a través de la pantalla del ordenador todas las tiendas abiertas, cuando en realidad yo lo conocí en el silencio de la noche, con las persianas cerradas de metal y nuestras risas resonando sobre el asfalto.

Recuerdo seguir avanzando, y sólo ver abierto el Family Mart, como una capilla sacrosanta que siempre te salva las noches japonesas, con su rótulo brillante, ahora apagado por el sol del día, y comprar una lata asquerosa de Highball Suntory, un whisky japones aguado con soda inbebible, y alguna cerveza Asahi, acompañadas de sendos trozos de pollo frito y de nikuman, bollitos al vapor rellenos de carne; desastre de cenas. Al llegar al cartel del fondo pienso en la frontera que supuso para mi en aquella noche, frontera señalizada pero frontera absurda, puesto que mas allá sigue habiendo calle, tiendas, vida, pero me vuelvo a dar la vuelta, regresando al hotel, regresando a mi pantalla y mi piso en Madrid.


Me salgo a la terraza, observo mi ciudad tranquila en plena tarde de viernes, me fumo un cigarro, y vuelvo a sumergirme después en Google Maps, con ganas de más paseos y más recuerdos. Contrastar así, vía digital, las imágenes que yo tuve de un sitio grabadas en mi retina, superponerlas con el fragmento robado por una compañía californiana a sus habitantes en pleno día a día, me hace sentirme como si volviera realmente allí, pero también como si estuviera espiando mientras paseo, un placer que realmente disfruto en mis viajes reales y analógicos.


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