Crónicas costumbristas desde Acacias

El apartamento es pequeño, pero acogedor. Es viejo, las escaleras al dormitorio son de madera maciza y se les nota que les falta ya barniz, repletas de arañazos. La estantería lateral sigue el recorrido de las escaleras de madera, con multitud de baldas. En frente la otra estantería encofrada en la pared. Por eso elegí esta casa, por la cantidad de espacio para guardar libros. Incluso la escalera de madera tiene huecos en cada peldaño, como si fueran cofres que se levantan; en el más grande ya he metido las maletas, firme testigo de que durante un tiempo no volveré a levantar esa tapa ni volveré a viajar durante una buena temporada. En las paredes he puesto varios posters de La Felguera Editorial sobre cementerios y anuncios de bares del siglo XIX, amén de un cartel de una expo sobre Guatemala del museo Antropológico al que fui en 2019, y aun conservaba como oro en paño.

A mis gatos les ha encantado las dos plantas y las escaleras. Se pasan el día corriendo de arriba a abajo, jugando, y los días que trabajo desde casa, se asoman a la barandilla, en equilibrio, en esos centímetros de madera que tienen entre ellos y el vacío: me miran desde arriba, me maúllan, y bajan corriendo a que les de algún mimo. Me sorprende lo inteligentes que son. Tengo justo al lado la Tabacalera, la Casa Encendida, una tienda de cómics, un Día, un Lidl y un Mercadona. También tengo en frente de casa el ING donde me abrí la cuenta conjunta con Bea hace dos años. No deja de ser irónico. Al menos, con tantos supermercados, no me faltan las cervezas.

He descubierto que como las ventanas de la casa son con marco de madera, y no tienen persianas, no puedo ponerles protectores a los gatos. A cambio, el ventilador les fascina, se tumban frente a él, un poco alejados, y se quedan con los bigotes movidos por el vientecillo. Estos días en Madrid están siendo horribles por la ola de calor. Otros trucos que he aprendido es, por ejemplo, echarles un cubito de hielo en su fuente, que a parte de refrescar su agua, les da un rato de juegos intentando atrapar el cubito, o pasarles un paño húmedo fresquito por el cuerpo, que también les encanta, a pesar de que odian el agua como concepto líquido.

El edificio es una corrala antigua enorme, con un patio interior inmenso lleno de cuerdas de colgar la ropa. Yo estoy en el primer piso. Por las noches, tengo unos vecinos en el segundo piso que cada martes a las 3 de la mañana, me despiertan follando, pero a lo bestia, escuchando los golpes de cama y los gemidos de la chica sobre mi cabeza, en el techo. Como digo, me suelen despertar, con los gatos al lado, que también se despiertan y miran hacia arriba, con cara de no entender nada. Yo simplemente pienso: "¿Quién coño folla a las 3 o 3,30 de la mañana? Qué hora más rara, sobre todo siendo martes". Luego intento dormirme de nuevo, pero en esos momentos me asalta un sentimiento enorme de soledad, de nostalgia y de todo lo que he perdido, y me suele costar recuperar el sueño. Me tumbo en decúbito supino, pensando demasiado. Menos mal que los vecinos son rápidos y el polvo les dura como mucho 5 o 10 minutos. Ayer incluso me despertaron a las 5 de la mañana, a las malditas 5 de la mañana, justo cuando me quedaba media hora para despertarme para ir a trabajar. ¿Qué cojones? ¿Las 5? En fin... Creo que mis gatos flipan más que yo.

Por las mañanas me asomo a la ventana, me enciendo un cigarro, y observo a los niños mulatos del bajo, que juegan con un perrito yorkshire, mientras sus carcajadas me alegran un poco. Son dos, a veces tres, dos hermanitos y un vecino latino. Alguna noche he visto al padre del niño latino, sentado en el patio con una copa en la mano, tomando la luz de las estrellas, mientras los niños corrían riendo a su lado. Demasiado verano, demasiado calor...

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